El hombre a quien la ciencia le comprobó la religión
Dennis Garvin creció siendo el segundo de tres hijos nacidos en un ambiente impregnado de las obras de Norman Rockwell en las Montañas de Berkshire, al norte de Nueva York. Después de graduarse como el estudiante con las calificaciones más altas de su clase en el Citadel military college (Academia Militar de Citadel) en Carolina del Sur, continuó sus estudios hasta graduarse con honores en la VCU School of Medicine (Facultad de Medicina VCU) en Virginia y sirvió durante trece años en las Fuerzas Aéreas estadounidenses. Cuando llegó a sus 30 y pico, había alcanzado cada una de sus metas en la vida. Había formado una familia con hijos a quienes amaba. Era un médico exitoso con un buen desempeño en Roanoke, Virginia. Y, para su beneplácito, obtuvo un buen título académico de cuatro años que lo certificó como un muchacho inteligente. Entonces, ¿por qué, después de haber logrado tanto, se sentía tan vacío?
No era depresión; su vida era plena y activa. No, el hastío existencial se asemejaba al de Alejandro Magno, que pasó revista a la amplitud de sus dominios y lloró porque ya no había más mundos por conquistar. Y cuando se examinó por dentro, vio una vida en blanco y negro. Por otro lado, la que era para entonces su esposa, parecía tener acceso a una alegría que él no poseía. Le parecía ver que la vida de ella tenía color. ¿Qué había detrás de eso?
Puesto que había sido criado en un hogar universalista unitario, Dennis era un ateo acérrimo. Pero, al haber adoptado la ética liberal feminista de su madre, la cual imponía la tolerancia como una virtud suprema, no tenía una hostilidad particular hacia el cristianismo. Así que, con una apariencia de mente abierta, el científico racional que había en él, comenzó a sentir curiosidad.
Esto era, filosóficamente hablando, un territorio nuevo para él. Pero había llegado el momento. Como devoto de Darwin durante toda su vida, había comenzado a darse cuenta de que había muchas grietas en las teorías de Darwin, principalmente la del altruismo, según él consideraba. Él podía explicarse cualquier comportamiento humano excepto ese, y no lograba quitarse esa inquietud. Peor aún, había comenzado a darse cuenta de que durante mucho tiempo había repetido como loro la frase “la ciencia niega la religión”, pero jamás la había cuestionado. Esto era algo total y absolutamente vergonzoso para un hombre que se consideraba un científico.
Así que comenzó con toda honestidad a volver a examinar sus hipótesis. La principal que había aceptado a priori fue el ateísmo. Está bien, se dijo, vamos a decir que sí hay un Dios. ¿Cómo habría podido llevar a cabo todo lo que hizo? Ya que la Biblia, el libro del cristianismo, fue lo primero que él había descartado, allí fue a donde acudió en su búsqueda de respuestas.
Un libro peligroso
Mientras leía, se asombraba cada vez más al descubrir que la Biblia –el libro que había descartado por ser un estúpido cuento de hadas– era probablemente uno de los libros más exactos de física cuántica con que se había topado. Esto no era precisamente lo que esperaba, y como un experto entendido en la física moderna, comenzó a cambiar toda su orientación epistemológica en su cabeza. Durante mucho tiempo, Dennis se sentía fascinado con el estudio de la luz y según él, la física cuántica de la luz explicaba con precisión la doctrina cristiana de la Trinidad. Esto lo llevó a sus rodillas.
También hubo un factor evangelístico en el trabajo durante ese tiempo. Su esposa le había presentado algunas personas que formaban parte del Campus Crusade for Christ (Cruzada Estudiantil para Cristo). Ahora, Dennis tenía un arsenal de proyectiles verbales bien incisivos, diseñados para destruir la creencia en Dios o de la religión revelada en cualquiera de sus formas. Él no era el ateo simpático, común y corriente, sino todo un depredador, el tipo de ateo que todo padre cristiano no desea que sus hijos lo tengan de amigo cuando van a la universidad. Se deleitaba destruyendo la fe de las pobres almas miserables, y gracias a sus credenciales científicas y el grado académico que las respaldaba, era bastante bueno en eso.
Pero la buena gente del Campus Crusade for Christ enfrentó sus ataques infantiles como soldados valientes. Él lanzó una objeción. ¿Pero y qué me puedes decir de Cristo?, diría alguien. Él lanzaba otra. ¿Pero qué me puedes decir de Cristo? Él despotricaba y hacía comentarios sobre Isis, Osiris, y la mitológica figura de Cristo que renace cada invierno y sobre cómo el cristianismo era simplemente mitología escrita en mayúsculas. Ellos escuchaban pacientemente. Y luego, volvieron a la carga con: Ok, pero ¿qué me puedes decir del Dios que te ama? Finalmente, se quedó sin argumentos. La ciencia lo llevó a sus rodillas. Por medio de Campus Crusade, él se convirtió en una nueva criatura en Cristo.
Un hombre violento conquistado por Dios
En los Estados Unidos, es sumamente extraño que alguien venga a la fe cristiana después de los 35 años. Y que alguien lo haga llevando a sus espaldas la carga de la ciencia es casi imposible. Pero eso es lo que le sucedió a Dennis Garvin. Todo esto le ocurrió hace casi treinta años, y a partir de entonces, algunas cosas en su vida no han cambiado tanto. Todavía es un hombre de familia, aunque se le han añadido dos nietos al ruedo. Todavía es médico, aunque se le ha añadido al cronograma la medicina en el campo misionero. Y todavía es un científico de pura cepa que aplica los aspectos concordantes del conocimiento científico a los conceptos bíblicos, y ha comenzado a escribir y enseñar para diseminar los hallazgos.
Hay otra cosa que no ha cambiado. Al buen doctor todavía le gusta un buen argumento. Nunca hacer nada a medias, el “muchacho inteligente” quien ahora se ha graduado completamente como un cristiano intelectual saludable, se compara con toda humildad al apóstol Pablo, que tenía un estilo confrontativo cuando era Saulo de Tarso, y que luego se fue a predicar el evangelio con un tono igualmente confrontativo. Pero, así como Pablo se fue a predicar de la fe que alguna vez intentó destruir, a Dennis le deleita destruir la fe que alguna vez predicó, y aspira a ser la clase de cristiano que los profesores ateos y los científicos materialistas no quieren que sus estudiantes conozcan.
“Tengo una mentalidad de arrasar con todos”, comenta sobre ellos –no se refiere a los ateos comunes y corrientes, por quienes siente una simpatía fraternal, sino sobre los chicos sabios que son especuladores y depredadores que se consideran superiores intelectuales a fin de destruirlos. Ciertamente él reconoce el mandato de amar a nuestros enemigos, pero eso no necesariamente se traduce en jugar a ser simpáticos con la gente que no lo es.
“Conozco a esos HDP porque yo fui uno de ellos. Y conozco lo que los hace pensar. Tengo credibilidad en la calle. Y puedo decirles, basado en mis credenciales y en mi estudio, que alguien que retiene su creencia en el ateísmo es un idiota. Y tienen el derecho de ser idiotas, pero que no se vistan con propiedad intelectual”.
“El gran secreto de los ateos, el gran temor de todos los ateos, es que sean vistos como intelectualmente tontos frente a sus contemporáneos. A ellos no les importa si les bajas los pantalones frente a una banda de religiosos Neandertales o a las personas a las que pueden etiquetar como tales. Pero si puedes entrar a sus cuevas y, frente a sus contemporáneos, les bajas los pantalones, ya habrás hecho algo. Eso es lo que quiero hacer”.
No se trata de ganar una contienda. Se trata de exponer y sofocar a un depredador que viene a matar.
Un violento conquistado por Dios
André Trocmé era un pastor hugonote en el pueblo de montaña francés llamado Le Chambon cuando Alemania invadió Francia en 1940. En lo que respecta a la guerra, Trocmé era un pacifista no combatiente. Pero cuando los nazis exigieron juramentos de lealtad y complicidad con la deportación de los judíos, él los desafió abiertamente. “Tenemos judíos y no se los entregaremos”, afirmó en una carta abierta al ministro de Vichy enviado a Le Chambon en 1942. Un hombre que sabía en qué guerra valía la pena morir, a él se lo describía a menudo como un violent vaincu par Dieu –un violento conquistado por Dios. “La maldición sobre aquel que comenzó con gentileza”, el pastor escribió en su diario, “acabará en desazón y cobardía, y jamás pondrá un pie en la gran corriente libertadora del cristianismo”.
Como el pastor Trocmé, el Dr. Garvin es de profesión un siervo de la curación. Y al igual que él, sabe en qué batalla vale la pena disparar una bala. Es por ello que, en aras de una generación subyugada por unos arrogantes HDP con gran ego y pomposos títulos académicos, él se pone de pie, listo y ansioso de entrar al ring y ejercer violencia en favor de la verdad.
Terrell Clemmons es una escritora y bloguera independiente que escribe sobre apologética y asuntos de fe.
Blog Original: http://bit.ly/2JPbdQz
Traducido por Natalia Armando
Editado por María Andreina Cerrada